LA ARQUITECTURA EN BOGOTÁ ¿AÚN TIENE ALGO POR DECIR?
- Gustavo Zorrilla Z.
- 17 abr 2017
- 6 Min. de lectura
SEGUNDA PARTE
“Dime qué construyes y te diré cómo te comportas”, esta frase se podría adoptar como el aforismo de una sociedad que encuentra en su arquitectura una manera de actuar y asumir comportamientos que demuestran el grado de educación, progreso y actualidad frente a las influencias de culturas más desarrolladas que otras, todo por la búsqueda hacia la unificación de la identidad nacional, a pesar de lo baches históricos que nos representan.
En el centro de Bogotá, otro estilo arquitectónico se manifestó durante la estructuración de una república independiente, dotado de una imponencia tardía, así se podría denominar nuestro Neoclasicismo Francés. Desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, la arquitectura francesa influenció el cambio físico y funcional de un urbanismo pensado en la elegancia, suntuosidad y buen gusto; como también la apropiación de las costumbres de uno de los países que dejó un sello impreso en el proceso de nuestra independencia, esforzándonos en asimilar los ideales ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad, unidos a sus maneras de decoro y ética.

El avance en la industria, el desarrollo de la ciencia, el aprendizaje del idioma, y en sí la apreciación de una moda, son algunos de los campos donde el pensamiento francés cala en una población con ansias de modernidad y necesidad de un modelo a seguir.
La arquitectura neoclásica es ejemplo de sublimidad, rigurosidad y tranquilidad que en nuestra ciudad fue instalada como una readaptación del pensamiento lógico-racional que demuestra en primer lugar el restablecimiento de las ramas legislativa, ejecutiva y judicial, o sea una “arquitectura parlante”, no sólo por su expresividad estructural y visual, sino también por la capacidad de vociferar las nuevas leyes que desde su interior, van a regir las nuevas riendas del país en cuestión de lo político-administrativo. Ejemplos de este estilo los ubicamos en torno a la plaza de Bolívar como lo son el Capitolio Nacional, el Edificio Lievano, hoy la sede principal de la alcaldía de Bogotá y la fachada del Colegio Mayor de San Bartolomé, entre otros.

En segundo lugar, la construcción de residencias privadas que algunas familias influyentes dentro de la sociedad bogotana eligió como la muestra de un estatus logrado por la producción agrícola e importación y exportación de productos tanto nacionales como extranjeros. En sus inmediaciones nos encontramos con el Palacio Echeverri, el Observatorio Astronómico, como también la residencia presidencial o Casa de Nariño, con una remodelación realizada hacia el año 1978. Contraste arquitectónico interesante se muestra en la avenida Jiménez observando el antiguo edificio de la Gobernación de Cundinamarca, también de estilo neoclásico, junto a la iglesia de San Francisco que pertenece a la época de la colonia.

El gran infortunio de la arquitectura neoclásica bogotana lo sufrió el 9 de abril de 1948, cuando varios de sus ejemplos más representativos ubicados en la calle real, hoy carrera séptima, desaparecen por las llamas de la revuelta y luego demolidos como sucedió con el hermoso Hotel Granada, espacio donde actualmente se encuentra el Banco de la República. Como es negligente la memoria patrimonial del pueblo colombiano, ¿por qué nos cuesta tanto conservar o mantener la capacidad de apropiación de nuestros antiguos vestigios como representación de una sociedad, que tal vez en menor o mayor grado, procuró mantener un concepto de belleza urbanística en un periodo determinado de nuestra historia?
El Kuntswollen*, o Voluntad del arte en Colombia se ve sesgada en cuanto a la arquitectura debido a la escasa valoración que el espíritu del tiempo le da a las construcciones no sólo como legado perenne, si no como pilares de conocimiento y reconocimiento práctico, tangible, vitalicios, de funcional interés en épocas que transcendieron dentro de las barreras ontológicas de carácter religioso y económico, frente a la individualidad y colectividad de una sociedad con ansias de erigir cimientos culturales sobre terrenos abonados por las cenizas de un pasado bélico.
¿Fue esencial adoptar estilos y maneras de construcción extranjera para sentirnos dignos de aceptación y generar así una conciencia o momento de “actualidad” frente a los demás? Esa conciencia de “actualidad” ante el mundo occidental nos brindaba una supuesta existencia significativa circunscrita en una selecta intelectualidad que gozaba de esta resignificación transcultural que el resto de la población poco y nada le podría interesar. La crisis cultural de amplia ambivalencia se escudaba con los prolongados periodos de tiempo dispuestos para las construcciones de estos edificios que posiblemente le darían “fachada visual” a la identidad nacional.

El filósofo antioqueño Estanislao Zuleta en su libro “Arte y Filosofía” cita a Heidegger como referencia en la temática que aborda sobre la arquitectura cuando el filósofo alemán habla de la “dificultad de morar”, o la “ausencia de patria”. Según Zuleta esta expresión hace referencia a la modernidad, que resulta ser muy afín a la modernidad colombiana que sufre de apatridad constante. El olvido, desconocimiento y destrucción de los vestigios arquitectónicos, por más transculturales, e híbridos que estos sean, son un legado. En nuestro contexto, la falta de cultura se origina por culpa de la mezcolanza arquitectónica, en términos Nietzscheanos continuando con el texto de Zuleta; se diría mejor que es más una ansiedad por saltar barreras del tiempo, trascender con afán letargos de organización urbanística que pueden fracturar, ya sea ingenua, consciente o inconsciente, las visualizaciones estéticas pasadas, que aún poseen “aura” propia.
El artista comprometido con su entorno no debe permitir que el aura se fracture, pero contra el espíritu del tiempo que en una sociedad como la nuestra lo extingue del todo, lo único que puede tratar de preservar es la memoria indeleble. Con esta afirmación traigo como referencia el trabajo visual “Memoria” de la artista bogotana Ximena de Valdenebro, quien se apropia de la arquitectura bogotana a través un legado histórico fotográfico, proyectado en gran formato sobre lienzo para luego realizar la intervención plástica.

Deja entrever de manera fragmentaria el patrimonio arquitectónico de la ciudad, particularmente algunas fachadas de estilo Neoclásico de edificios desaparecidos y de algunos que aún prevalecen en el centro de la ciudad. Una secuencia plástica muy interesante que refuerza lo opacos y nebulosos que son nuestros recuerdos. Una memoria nostálgica que las imágenes develan como extrañeza de un instante decisivo que fue y nunca más será, en medio de una sociedad de contrastes tanto urbanísticos como éticos.
La artista escribe acerca de su trabajo lo siguiente: “Espacio personal, espacio social, confluencia de objetos y de comportamientos; espacio vital: esta ciudad que estoy leyendo, donde lo presente nos sugiere un pasado, donde la vida nos remonta a lo vivido. La abordo, la penetro, puedo hundirme, puedo tocar, puedo oler y sentir, puedo entreverarme en su pasado y en una realidad que deja de ser simplemente la ciudad, porque es la mía propia”. Esta memoria espacial urbana donde el símbolo de la arquitectura neoclásica se convierte en algo connotativo, de difícil interpretación bajo la elocuencia de las formas elegantes, suntuosas, seculares y prodigiosas que exhalan el aliento de lo senil, que tras su imponente presencia es para muchos desapercibida; legado que para las nuevas generaciones no se incluye en ese proceso de reconstrucción del lenguaje histórico de ciudad.

Tal vez lo inconsciente del símbolo arquitectónico y su enigma es intencional dentro de los estados contemplativos del flâneur o el paseante perceptual-sensitivo como lo hace De Valdenebro. La intención radica en dejar que el símbolo conmueva por si sólo el espíritu, deje libre la imaginación para que ésta entre en un contacto suprasensorial de estímulo consciente, un dialogo interno y místico entre la visualidad de la identidad arquitectónica y el observador.

De esta forma comienza a entender la verdad de su apariencia, el porqué de lo pasado en el presente. El eclecticismo técnico de la artista sirve como recurso mnémico de reconocimiento como expresión de lo matérico, dando a entender la elocuencia grácil del poder identificarnos con la observación constructiva, no sólo a partir de una visualidad fugaz, sino de una apropiación intencionalmente craquelada por la intervención de la intemperie natural y humana en lo estable e inestable del patrimonio arquitectónico.
Sus composiciones pueden ser deconstrucciones** ambivalentes en su significación, pues lo fragmentario, esa línea quebradiza, la veladura que sutilmente esconde y devela, son muestras de un concepto metafísico de sostenibilidad histórica, de un ente ausente pero aún vigente que el spectrum capturado por la fotografía es prueba de una “realidad” que estuvo pero está aún soslayada en la colectividad urbana e individual tal como la artista lo refuerza en la frase: “La ciudad me ha fecundado y yo la estoy gestando”.
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* Término creado por el filósofo alemán Alois Riegl
** Concepto utilizado por el filósofo post-estructuralista Jacques Derrida
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