SISTEMA ABIERTO Y CERRADO A PARTIR DE LA INTERACCIÓN ESPECTADOR-MUSEO Y EL CONCEPTO OBRA DE ARTE
- Gustavo Zorrilla Z
- 23 may 2019
- 20 Min. de lectura
Si no existiera la obra de arte, no existiría el museo, y si no existiera el museo nadie sabría de la existencia de la obra de arte; pero ¿cuándo ocurre o en qué momento se define una obra de arte, como obra de arte para que habite en un museo? Esta sigue siendo una de las preguntas más complejas dentro de la intelectualidad de la teoría del arte. La palabra cuándo hace parte de una de las posturas filosóficas que Nelson Goodman emplea para dar justificación existencial al fenómeno del arte actual: ¿cuándo hay arte? Complejo cuestionamiento si deseamos encontrar el sentido del arte contemporáneo a sabiendas de que la obra de arte, en ocasiones prepotentemente llamada “obra maestra”, ya está en vías de extinción, si es que ya no ha muerto hace tiempo sin darnos cuenta de ello. La dinámica interesante al respecto comienza con el ente denominativo institucional, que encierra gran parte de la validez conceptual de la obra de arte, y este es la entidad Museo. Cuando una obra se encuentra dentro de este recinto aislante, me refiero aislante en cuanto a que la obra es accesible e inaccesible al público, se presenta tentadora hacia el tacto pero en últimas es asequible únicamente con la mirada, entonces se plantea otra cuestión que complejiza la situación cuándo y hace referencia a: ¿Quién observa a quien?

Ejemplifico la situación al respecto cuando estamos sentados en una cafetería, está compuesta por grandes ventanales transparentes donde yo como sujeto comensal observo detalladamente, absorto, a cada individuo o fenómeno que se manifiesta en el exterior. Es un ejercicio simple si lo comparamos cuando nos detenemos frente a una vitrina y el maniquí que esta a través del vidrio nos observa con una mirada perdida y una sonrisa ingenuamente sugerida, entonces detallamos la escena, ¿y qué nos detiene, las prendas, la postura del maniquí o el interior del almacén? El vidrio es un aislante, nos retiene de penetrar en mundos ajenos, y por consiguiente los habitantes de esos mundos ajenos no pueden acceder de inmediato a nuestro pequeño rincón aislado, más bien, se quedan atónitos, un tanto reservados y expectantes cuando de repente se dan cuenta que están siendo observados y nosotros de igual manera sentimos esa misma sensación, es una coyuntura directa para hablar de la semiótica natural.
La visualidad del mundo es extensa donde subsisten infinidad de micro-mundos, especímenes, genéticamente similares pero sustancialmente diferentes dentro de un macro-mundo en común, que puede ser similar cuando ingresamos a un museo en este caso (el macro-mundo estandarizado), y cada obra resulta ser (el micro-mundo), piezas particulares que evidencian y narran la historia aún viviente de épocas fenecidas. Dentro de este contexto de semiótica natural, asalta otro cuestionamiento al respecto, haciendo énfasis en ¿qué pasaría si no estuviese esa obra en un lugar como el museo, entonces, siempre se necesitará de la vitrina aislante y selectiva para reconocer la importancia y lo trascendental de un determinado objeto significativo?
Realizando una clasificación socio-taxonómica selectiva, que pasa a la institución catalizadora, suscita el performance tanto interior como exterior de la situación, es el aislante permeable o impermeable de mundos particulares donde observador pasivo y activo se conectan a través de la mirada y se cuestionan. El observador pasivo como pieza de la colección permanente, y el observador activo, el transeúnte como pieza itinerante. Pero, ¿cuál es la chispa, el detonante que hace fijarnos detenidamente en ese algo que puede ser banal para unos cuantos, pero llamativo para otro tanto de individuos paseantes y receptivos a la vez?
De inmediato, si comparamos la situación con la pieza museística, esta mantiene fluctuante ese no se qué interior, en el concepto de Benjamin, esa “aura” que posee la capacidad de elegir de manera egoísta y ambiciosa a su observador favorito; la temporalidad y el aval del “experto”, puesto al servicio del museo, le han dado tal poder que es capaz de elegir e imponer su público de manera selectiva sin preguntarles su opinión al respecto de ella, solamente gusta y eso es todo, crea inconscientemente un juicio del gusto sin justificación premeditada.
Ejemplo específico del caso es recordar la mirada de la Mona Lisa. Nosotros no la escogemos a ella, excepto si tenemos un interés particular, de lo contrario ella nos escoge a nosotros, su mirada indescifrable nos cautiva de una u otra manera que resultamos admirando una mujer que nos transporta a una época remota que, sin tener mayores conocimientos acerca de la historia del arte, por cultura, la relacionamos con la etapa del Renacimiento, y, por supuesto, sabemos o pretendemos conocer quién es su creador.
Se puede hablar de una “dialéctica de acción entre lo que miramos y lo que nos mira”. El diseño estructural del museo por sí mismo resulta de gran atracción visual, en este caso si nos referimos al Museo del Louvre, su estructura física ejemplar, y si a esto le añadimos que allí se encuentra la Mona Lisa, no lo podemos discriminar como un simple y llano depósito que alberga obras apiladas una tras otra, esa urna de cristal inconmensurable que resulta ser esta entidad se nutre de las piezas maestras, como también estas succionan la savia interior de las arterias conectivas y comunicativas del organismo llamado Museo.

La estructura ornamental y visual del museo es una pieza artística que complementa integralmente todos los ámbitos que rodea el aura característica de la obra maestra, pues el museo posee aura de eternidad ingrávida, expele influencia y produce consecuentemente el interés del público expectante, originando un lenguaje postural que incentiva las posibilidades interpretativas y comprensivas para arriesgase a realizar el ejercicio de distinguir y clasificar el objeto estético, del objeto común, planteamiento complejo, abordado por Duchamp cuando manifiesta su concepto Readymade, procurando desacralizar el concepto de obra de arte única, inalcanzable e intocable, convirtiendo ese objeto en una entidad manipulable y asequible, cosa que, si actualmente conocemos el Museo Duchamp en la ciudad de Philadelphia (Estados Unidos), es completamente sacrílego respecto a la filosofía fundamental promulgada y defendida por el artista francés. Su propio legado artístico aniquila la postura anti-obra maestra del “ser” creador, problema ontológico que se origina desde la entidad Museo, por su necesidad incontinente de coleccionismo y preservación de elementos únicos, artístico-conceptualmente concebidos, con intenciones desinteresadamente comerciales de carácter museológico, o paradójicamente “mauseológico”, pedagógico y didáctico.
Esa estructura sostenible tanto de la pieza arquitectónica llamada museo, como de la pieza llamada obra de arte, no pueden estar aleatoriamente separadas, pues lo visual, o sea al observar analíticamente, resultamos acoplando cada pieza dentro de la otra, y viceversa, la una no puede subsistir sin la otra (obra de arte-museo, museo-obra de arte). Sin la obra de arte, el museo no tendría esa sustancia eidética que sirve como mecanismo de ubicuidad en el tiempo. La cápsula del tiempo llamada museo mantiene vivo el eidetismo de épocas lejanas, siendo las obras de arte testigos presenciales y vitales de momentos fenecidos, cualidad sobresaliente para entender que sin esta característica socio-antropológica la estética como estudio no tendría sentido, pues esta se encuentra en constante mutación al traer argumentos del pasado a nuestro presente, explicando cómo esa mutabilidad argumentativa se adapta a nuestra época sin importar cuánto ha cambiado el pensamiento curatorial de preselección seguido de la elección y clasificación de la obra de arte como huella indeleble, sensible y paralela a todo el sistema de alienación contemporáneo que busca autonomía entre los diferentes movimientos artísticos, dando como origen el fetichismo objetual al encasillar objetos artísticos como íconos jerarquizados, organizados de tal manera que puede llegar a ocurrir una posible discriminación entre genialismos que, por antonomasia, resultan sui generis en la re-contextualización de un elemento antiguo inserto en la opinión pública actual.
Si nos apropiamos del título del escrito de Balzac, “La obra de arte desconocida”, como preludio que cuestiona sobre ese interés coleccionista de acumular obras, pero a la vez ocultando qué es lo que se adquiere para nutrir aún más los anaqueles de los sótanos del museo, divagando en una cultura que a partir de escolios museográficos pretende narrar o categorizar de manera científica la historia del mundo a partir de elementos visuales que ingenuamente nadie conoce, arbitrariamente demostrando el orgullo adquisitivo privado que se pretendió romper cuando las colecciones de las poderosas, antiguas e imponentes familias burguesas y monárquicas dejaron ver al público sus vastas posesiones en la apertura de salones de arte inaugurados hacia mediados del siglo xviii, situación que reitera, como dice Remo Guidieri cuando afirma que “la cultura es un producto político”, añadiendo que, al tener intenciones de preservación y archivización, este producto se debate entre el estudio estético y la museografía del objeto exótico.
Lo exótico del objeto demanda la posible investigación sobre quien realizó la pieza, pero en últimas si determinada pieza sigue confinada en la bodega del museo, ¿quién se enteraría accidentalmente de la existencia de ese autor en particular? Si esta pieza no sale a luz, por más que esté dentro de un espacio museal, no adquiere su legitimación ante un público en vigilia de nuevos horizontes culturales, abogando con mayor razón que la existencia del objeto museístico nos brinda la oportunidad de empaparnos someramente acerca de las formas de concepción y pensamiento remotas que la entidad Museo aporta, como material valioso de archivo histórico-temporal de modus vivendi extinto.
La alienación e hibridación de épocas, estilos y movimientos artísticos en un mismo espacio obligan al Museo a optar por una apariencia sincrética en cuanto a su esquema argumentativo exterior e interior, regresando al punto sustancial de la cápsula del tiempo. En determinadas circunstancias la entidad Museo puede ser confusa en sus archivos documentales y clasificatorios cuando trata de abarcar diversos momentos de las manifestaciones culturales de la humanidad. Por esta razón la ambigüedad de emisión y receptividad informativa juega un rol decisivo que instaura o decreta información investigativa que puede transgredir la consolidación ya dada a un objeto o artista representativo, sopesando la duda tal vez bienintencionada del material desgastado que da el aval a conceptos didácticos que han estado vigentes por décadas sin tener el margen de error de colocarlos en tela de juicio.
Esta postura la sustenta el teórico Arnold Hauser a partir de los conceptos enunciados por André Malraux y Paul Valéry, siendo el primero creador del “museo imaginario”, y el segundo inquiere sobre el museo como la tumba de la obra de arte (mausoleo). Entonces, en palabras del mismo Hauser, la pieza de arte resulta o sigue siendo un artefacto de substrato ¿A qué se refiere Hauser con esta denominación? Sencillamente, por más que el objeto no sea expuesto en continua asiduidad, este posee una influencia directa y categoriza en mayor o menor grado piezas que en sí pueden ser objetos obsoletos. El hecho que piezas de menor valía estén en medio de otras que no lo son ya le adhiere por conexión simbiótica un valor innato, pues el desorden organizado que se le da al coleccionismo exhaustivo confiere un estatus, conste o no de una funcionalidad, o sea, sólo un elemento exótico que resucita dentro de su propia cripta museológica, innatamente se vislumbra el “aura” dentro del olvido temporalizado, cuando ve de nuevo la luz pública en medio de la sala de exposición sustentando la nueva reapertura de un momento histórico.
Cuando ocurre esta nueva reubicación atemporal de la pieza, esta cambia constantemente su sentido inicial de existencia. Se puede decir que lo atemporal se reconfigura en la temporalidad contemporánea que bautiza de nuevo su posteridad, transgrediendo argumentaciones anquilosadas que interfieren en lo asimilable que puede ser la praxis de la pieza, pues ya se tenía por entendido otra función que puede dar jaque-mate en su existencialidad, siendo inocente la contradicción o el aporte que esta readaptación le origina a la esencia objetual que ya estaba cosificada por la “rigurosa” clasificación museológica.
Pero entonces, el museo se encarga de mezclar e integrar de manera abrupta una intencionalidad donde interaccionan todas las categorías estéticas, ya sea objetos bellos, feos, trágicos, cómicos etc., todos en un mismo “establishment”, que no importa la naturaleza originaria del objeto, lo importante es que existe y ocupa un lugar en el espacio museográfico reafirmando la alienación que existe entre el pasado y el presente de la obra; en este caso se habla de un renacimiento confuso que puede chocar en la búsqueda de la libertad de individualidad, del “arte por el arte”, que significa no pertenecer a la matriz ideática que cosifica, pero que en últimas este sometimiento libera de otro sometimiento provocado por el intencional ego creador que la obra posee antes de su salida del taller, encontrando esta el sentido colectivo de significaciones dentro del museo imaginario de Malraux.
Retomando la redefinición de la obra de arte desconocida, o más bien, la obra de arte invisible, se denota que una obra de arte existe, qué implicaría esa existencia si únicamente se sobreentiende que pertenece a una entidad y esta nunca antes ha sido expuesta, teniendo entre manos su posible muestra en público, nutre la formación de un metasujeto que sería el museo y un metaobjeto, que sería la pieza en sí. El pensamiento trascendentalista del museo en avivar y promulgar aún más la entidad Museo imaginario proyecta la expansión del espacio hacia una semíótica topológica, concepto que Santos Zunzunegui menciona en su libro Metamorfosis de la Mirada.
Pero, ¿cómo se trataría de integrar este concepto? En últimas se vincularía con las infinitas capacidades de asimilación y absorción de información visual que el público museístico tiene al intentar proyectar en su mente la posible apariencia física y dialéctica que se presume posee la obra invisible, custodiada dentro la privada colección desconocida del museo. La semiótica topológica obliga al espectador a investigar con sólo el nombre de la obra, su posible origen, los códigos y pistas que nos pueden conducir a la recreación de un espacio o situación histórica coherente, transportándonos a su lugar de origen. Entonces comenzamos a confrontar la posible génesis de la obra, entrando en una serie de contradicciones cognoscitivas en busca de una significación coherente que presume mostrarnos un patrimonio desconocido, un vestigio antropológico que de una u otra manera nos entrelaza a partir de identificación eidética que la obra de arte, en su misteriosa inmanencia, remodela la concepción “gestáltica” ligada en esencia a la capacidad de percepción e intuición humana, junto con la transfiguración que la obra soporta al estar conectada a ese espíritu del tiempo o zeitgeist.
Este “espíritu del tiempo” en la actualidad está siendo modificado bajo los parámetros de las redes de internet, pues muchos museos que manejan su intermediación virtual pueden hacer de una obra el hipertexto supraobjetual, sobrepasando las barreras del tiempo y espacio, lo avala sin mayor preámbulo por el sólo hecho de estar a la par con el mundo de la web, activando millonésimas vías de conexión e interacción en continuo cambio, al margen de la hibridación y alienación, siendo auto-sostenible dentro de un espacio multidimensional.
La virtual mecanización de la obra, y su divulgación hipertextual, fomenta la resignificación del conceptoaura, rebasando las fronteras de los lenguajes alternos que brindan la posibilidad de tener “acceso directo” a la obra vía web, siendo directa la referencia que Marx dice acerca del fetichismo fantasmagórico que el objeto posee al pertenecer a esta alternatividad informativa de gran velocidad de adquisición perceptual.
El valor agregado a la obra a través del museo virtual promueve aún más el fetichismo que poco a poco empieza a mutar en elemento kitsch de la mega-red multidinámica, pues al acceder de inmediato a la información, no sólo facilita nuestra capacidad de adquirir información ya sea acertada o errada, consciente de que el espectador no se mueve de su lugar de conexión para traspasar los muros virtuales del museo, perjudicando de algún modo el contacto directo con el objeto artístico, limitando el incentivo inicial de desplazamiento, cohibiendo de alguna manera la experiencia estética de primera mano.
Es lógico que por muchos motivos el público no se pueda desplazar de inmediato al lugar donde se encuentra la pieza, pero el facilismo y el confort de la inmediatez equivale a dar mayor importancia al juguete tecnológico con la obsesión de adquirir un nuevo aparato con mayor capacidad de acceso a la web, que emplear el mismo esfuerzo de adquisición, configurando física y mentalmente la existencia de dos mundos paralelos, el museo inteligible in situ, en coacción con la interface vía web.
El museo contemporáneo, valiéndose de los medios tecnológicos, fetichiza el grado de validez que puede tener una pieza de arte actual, complejizando su significación y consecuente interpretación; el arte contemporáneo resulta ser un cliché más del entretenimiento de los mass-media, en pro del posicionamiento de un arte categórico antropofágico. La supuesta relevancia del arte contemporáneo, se soporta bajo la frase de Jean Boudrillard quien afirma que “el arte en su conjunto es el meta-lenguaje de la banalidad”.
El museo contemporáneo y las obras que lo comprenden corren riesgo de auto-inmolarse, al crear la auto-sostenibilidad ofrecida por la web, pero la soportabilidad existencial mediática retoma y se alimenta constantemente del archivo perenne del pasado, como elixir revitalizante del cual lo contemporáneo succiona de manera cíclica, posicionando recapitulación de la obra artística.
Es por esta razón que la obra, al ingresar al museo, se fusiona, comienza a pertenecer al mundo del arte, como hace mención Danto, porque esa existencia icónica es la que problematiza el museo; cuando una pieza ingresa a la sala de exposición, esta se problematiza cuando se intenta ubicar dentro un movimiento artístico o, por el contrario, promueve el comienzo de una vanguardia, evento que incentiva los cuestionamientos necesarios para que el público se interese, y así el museo se retroalimente de la concurrencia masiva de un público expectante y ansioso de estimulación cultural.
Cuando la pieza hace parte de este hall de la fama en los medios masivos de comunicación, se puede poner en tela de juicio el significante del ¿por qué se encuentra en determinado espacio? Entonces cabe el perjurio de desdefinición del arte, como lo menciona Elena Oliveras en su artículo “El museo y el público ante la desdefinición del arte”.
La presencia de significación autónoma de la pieza se moldea frente a la manipulación mediática del museo cuando la supuesta relevancia puede ser falsa, dudosa y certera, dentro del mundo del arte, que es el estado entrañable al que el público se aferra como pretexto para asimilar cultura. Esta cultura es la que se coloca en tela de juicio, pues no siempre se apersona de un compromiso ético, más bien surge un sentimiento de extrañeza que el museo toma como conejillo de indias para lograr una presión intencionada, obligando al público a integrarse cada vez más al mundo del arte actual, aprovechando la parodia comunicativa y seudo-comunicativa de piezas tal vez aún indeterminables que obliga a pensar y redefinir el estado actual del arte, que por consiguiente desdefinen experiencias estéticas anquilosadas en preconceptos que estipulan la viabilidad y vigencia del futuro del arte, combatiendo la anestésica credulidad en el arte contemporáneo, evitando la indiferencia del neófito espectador falto de estremecimiento estético-receptivo.
La significación del museo como el ícono que contiene íconos
La desdefinición de la obra se genera a partir de la percepción dentro y fuera del espacio museístico. El público en su aptitud receptiva conspira para generar veneración frente a la dualidad icónica (obra de arte vs. museo), esa aptitud re-significa y diviniza al ícono al percibir su lucha de subsistencia entre el pasado y el presente, antesala para exigir su lugar en la posteridad. El museo como espacio sacro e interactivo se convierte en un cadáver exquisito al expandir los límites de la historia.
Por esta razón, el público en general, ya de antemano, predispone su actitud ante la figura de museo, el comportamiento colectivo del público expectante desde la entrada hasta la salida del museo resulta ser un performance colectivo, un happening generalizado. Cada espectador se convierte en un artista performático, se predispone para la antesala de la gran actuación, siendo el común denominador la nueva asimilación de información a partir de la contemplación de la obra de arte como nueva experiencia estética.
El gusto y la contemplación particular juegan un papel importante como herramientas importantes dentro del criterio individual, coexisten bajo la ambigüedad de códigos proyectados por la carga intencional de la obra de acuerdo al lugar y a la situación en donde se aprecia el material exhibido. Cada persona posee en su archivo mental una colección privada de obras artísticas que ha sido recopilada con el transcurso de los años, extraída a partir de travesías propias, libros, publicidad comercial, cine, etc.; el deseo se intensifica con el hecho de observar y apreciar de manera directa las obras de su predilección, como experiencia única dentro del museo.
Son muchos los comportamientos situacionales que se generan a partir de la contemplación de obras artísticas, por ejemplo, están las personas que ingresan a las salas museísticas apreciando todo y cualificando cada objeto, seguras de su conocimiento, ya sea errado o no. Existe otro tipo de personas que, a vista de vuelo de pájaro, dan una ojeada general de la circunstancia a su alrededor, dentro de la sala, y solo se centran en contadas obras de su predilección sin hacer mayor comentario. Otro ejemplo son las personas que asisten a las sala por pura curiosidad, sin conocimiento alguno de la situación, y se conforman con una amena velada de entretenido distanciamiento visual. Y por último los visitantes que creen ver, pero no están observando.
Como ejemplo clave de sustentación a lo anteriormente descrito cito la frase de J.W. Goethe: “Hay tres tipos de lector: el que disfruta sin juicio, el que, sin disfrutar, enjuicia, y otro, intermedio, que enjuicia disfrutando y disfruta enjuiciando; éste es el que de verdad reproduce una obra de arte convirtiéndola en algo nuevo”. Las diferentes circunstancialidades crean un mundo de intenciones diversas, de plano comunicativo, que abordan temas similares pero con una variada gama interpretativa de reflexiones y argumentaciones mutuas, comprobando así que la información transmitida por el museo es asimilada de diferentes maneras, llegando de una u otra manera a la receptividad grupal de un público dispuesto a rechazar y aceptar archivos cognitivos de menor o mayor envergadura. Pero en definitiva, lo que genera que las personas den mayor o menor prioridad a una obra artística es que esta posea en su interior como significancia integral la fuerza estética(1); la impresión del recuerdo o memoria visual, y la impresión como vivencia directa de un fenómeno, si se le puede llamar, “sublime”, queda plasmado en nuestra imaginería mental, afirmando la necesidad de identificación, para traer luego como referencia circunstancial la reminiscencia de un efecto postestético.
Julian Vidal, en su artículo escrito para la revista Nolens Volens, titulado, El Museo, La Comunicación y El discurso Científico, hace una clasificación funcional de personalidades dentro de la práctica de mercantilización del museo refiriéndose al público como visitante, espectador como cliente o multitud, y al historiador como mediador cultural, entendiendo que existe una fluctuante interacción de intereses entre la mediación capitalista, en medio de la desbordante agitación socializante que incita a promocionar y reutilizar una historia puesta al servicio de intereses particulares y comunes en la sociedad actual, a la espera de un nuevo grito de la moda adherido a los hitos contemporáneos.
La superación de lo intocable
En la época de la reproductibilidad técnica, la divulgación inconmensurable de la imagen impresa en libros, magacines, folletos, etc. permite acceder, de manera práctica y referencial, a la apreciación indirecta de las obras de arte con carácter relevante en el mundo categórico de la cultura mediática, convirtiendo el objeto denominado arte en un producto sacralizado, de difícil acceso adquisitivo, pues ya no se ve la figura del artista como agente promotor de corrientes alternas de conocimiento e identidad, sino como el fenómeno de firma seriada, estampada y sello cuantificando un valor comercial.
El proceso de selectividad frente a la obra de arte se inicia a partir del gusto personal, comenzando a partir del coleccionismo bibliográfico. El material de consulta pasa por ser mediador de argumentos conceptuales que alfabetizan, de menor a mayor grado, el nivel de sustentación teórica acerca del origen, sentido e intereses de cualquiera que sea la obra elegida, ya sea una pintura, escultura, dibujo, instalación, fotografía, etc.
Pero es necesario cuestionarse al respecto, ¿qué deseo ver? De antemano surge el temor acerca de si la apreciación directa frente a la obra va a satisfacer nuestras expectativas, o por el contrario, va a derrumbar el cúmulo de ideas platónicas al respecto, convencidos falsamente en el arraigamiento de lo que supuestamente creíamos que podría ser una magnifica interacción ante una de tantas obras de nuestra predilección.
En este caso, no sólo depende de la obra únicamente, también depende de cómo el museo se encarga de realizar la apertura, montaje y despliegue logístico como acto de parafernalia, incentivando aún más la necesidad de satisfacer deseos propios y comunes.
Puede ser que exista la posibilidad, un tanto desconsoladora, de que el museo actual como institución “con ánimo de lucro”, y conociendo como se encuentran las arcas de los medios gestores de financiación cultural, brinde más relevancia al promotor del evento que a la misma obra como tal.(2) Al superar todas estas artimañas que desvían nuestra atención frente al principal objetivo, la apreciación de la obra, ¿qué puede suceder en ese instante detenido en el tiempo cuando nos enfrentamos ante la presencia física de la obra?
Anteriormente nos limitamos a tener un vago recuerdo visual remitido a las páginas de textos historicistas, pero lo visual tiene que ver obligatoriamente con algo que es corporal, que existe, o en algunos casos existió, eso nos convence y reactiva el impulso de sentir la necesidad de vivir, lo que puede significar el estar en frente de la obra como recepción correctiva de conceptos predeterminados, adquiridos a partir de lecturas y supuestas visualizaciones saturadas de material visual, collage de proyecciones multiseriales, logrando diferenciar lo realmente observado de lo que suponíamos podría palparse como sustento afirmativo de un argumento ideado y preconcebido frente a la obra.
Frente a la obra de arte asimilamos todo la carga estructural de signos que esta contiene, proyectando aún más nuestro horizonte de recepción, dedicados ya desde este momento a descifrar la infinidad de significados que encierra el microcosmos de la obra latente.(3)
Existe el riesgo de dejar pasar detalles aclaratorios e importantes como elementos contenidos dentro de la obra, cuando nuestra atención se identifica con el popular aglutinamiento turístico siempre presente en las salas, pues la acción de tomar registro fotográfico como recuerdo situacional de la experiencia puede que influya en la descentralización de nuestros intereses y se convierta en la lucha entre lo técnico y lo intuitivo, la fotografía vs. visión-apreciación sensorial.
El condicionamiento de lo intocable contribuye al hecho de interrogarnos si la obra que está frente a nosotros es realmente del autor que pretendemos conocer, o si se trata de una simple copia, un fraude muy bien elaborado como excusa prioritaria de salvaguardar patrimonio histórico-existencial. Esto podría definirse como una acción premeditada de conservación de un pasado, de una identidad cultural protegida en contra del deterioro de la obra. Por un lapso de tiempo es efímera, itinerante, hoy logramos observarla en el lugar donde nos encontramos, mañana posiblemente se encontrará en otro sitio, con una lectura totalmente distinta.
El sentido práctico de la superación de lo que no se puede tocar radica en el grado de recepción que asimilamos cuando estamos en ese instante de complacencia mutua, pues con la sola acción de observar detenidamente la obra, conscientes de cómo este objeto sacro resulta inalcanzable para poseerlo físicamente, en ese preciso momento, estamos experimentando la facultad del “goce”, un placer de poder tener al menos en nuestra memoria ese registro instantáneo de la circunstancia vivida, extrayendo hipotéticamente parte de esa “aura” sustancial de la obra escogida.
Esta circunstancialidad se convierte en un juego interactivo entre esa parte receptiva y la forma creativa como nos imaginamos en frente de la obra, por consiguiente tratamos de equilibrar en la balanza el peso de la receptividad formal y a la vez nuestra propia reflexión respecto al nivel de satisfacción y liberación sensitiva. La liberación sensitiva promueve la necesidad del sentido perceptivo ante la reflexión del condicionamiento, que, según criterio del museo, otorga al objeto para que este promueva intencionalmente la búsqueda de nuestros fines estéticos. Es por esta razón que el placer particular de cada individuo se altera de cierta manera, mientras analiza la situación de la obra cuando esta se encuentra custodiada dentro de las cuatro paredes del museo, la pieza artística adquiere el carácter místico manteniendo la ambivalencia entre el interés intelectual y la experiencia subjetiva.(4)
El museo crea y maneja sus propias reglas de juego dejando en el vacío, dentro de dimensiones paralelas, la colección de obras archivadas, la otra parte del museo que en últimas consecuencias es imaginario. Es un hecho que existen más obras de las expuestas en la sala museística, pero se mantienen ocultas, enigmáticas, están ubicadas en una atemporalidad sin definir, en busca de la trascendentalidad. Es el museo invisible.
El museo manipula la intención de mostrar y ocultar al mismo tiempo, es la anulación provocada de la presencia tangible de la obra, es la aceptación subliminal de que algo está, pero a la vez, deja a la imaginación su apariencia concreta como parte de un todo. No se debe olvidar que el edificio museo, como organismo emisor de mensajes, posee la estructura y apariencia física preconcebida también como obra de arte, hace parte tal de esa estética funcional perteneciente al circuito de ciudad, siendo muchas ciudades, en su apariencia física formal, museos puestos en evidencia ante la intemperie, ejemplo cercano tenemos el caso de la ciudad-museo, como Roma.
Mucha de la información que transmite el museo depende, en primer lugar, de cómo está elaborada su aparente estructura y para qué tipo de arte está diseñado, pues todo lo que a primera vista dice con su aspecto físico, se dice a partir del modo en que está elaborado dicho complejo arquitectónico.(5)
El museo alberga infinidad de posibles apariencias del mundo(6), de mundos que fueron, que son y que serán. Es un fenómeno, como dice Nelson Goodman, de crear maneras de hacer mundos; las obras de arte hacen parte de esos mundos dentro de una pieza totalitaria que es la palabra museo. El museo forma parte de la gran pieza de un rompecabezas armado a partir de infinidad de elementos artísticos, simbolizando de modo especial algo en concreto.(7)

Para finalizar, el museo en su afán de difamación al trasferir conocimientos a partir de mecanismos sociales como enlaces educativos genera estratagemas de gestualidades cooperativas entre los agentes de divulgación, los transportadores del material visual y el origen del movimiento retroactivo entre emisor-mensaje-receptor, mezclando aspectos trascendentales entre la política autónoma del terreno del arte, en cuanto a la creación de nuevos argumentos teóricos, las condiciones de producción y la gestión económica como administración de nuevos contenidos. El museo, como agente administrador y medio politizador de subculturas alienadas ante la oferta y demanda de los media, establece espacios para zonas de diálogo mitigando la reproducción de ideas ante lo que puede llegar a ser cultura. La entidad museo se apodera de los sentidos, realiza giros y manipula espacios que vislumbran el trasfondo de lo que la tesis política e instrumentos sociales aprovechan para generar metamorfosis analíticas sobre el deseo individual de ver, configurando nuevos contextos que, por obligación, el (objeto-arte) adquiere para tener sentido lógico y, en definitiva, el poder de la exotización.
Citas Bibliográficas:
1. JAQUES, J (2008), El sentido estético, Revista Disturbios 3, pp. 249-257.
2. Basado en el artículo de William López para Esfera República titulado ¿Es el Museo de Arte Moderno de Bogotá un museo?, fragmento de una entrevista realizada por Bourdieu a Hans Haake año 2000.
3, 4. JAUSS, Hans-Robert (1986), Experiencia estética y hermenéutica literaria, Madrid, Taurus.
5. Apunta Umberto Eco al afirmar: “la primera cosa que una obra dice, la dice a través del modo en que está hecha”.
6. ECO, U (1962), Obra abierta, forma e indeterminación en el arte contemporáneo, Universidad de Michigan, Seix Barral.
7. GOODMAN, N (1976), Los lenguajes del arte, Barcelona, Seix Barral.
Bibliografía complementaria:
-BAUDRILLARD, J. (2005), El complot del arte, Ilusión y desilusión estéticas, Argentina, Amorrortu Editores.
-ZUNZUNEGUI, S. (2003), Metamorfosis de la mirada, Museo y semiótica, Frónesis, Ediciones Cátedra, Universitat de Valencia.
-GUIDIERI, R. (1992), El museo y sus fetiches, Crónica de lo neutro y de la aureola, Madrid, Editorial Tecnos.
-ARANGO D., DOMÍNGUEZ J. y FERNÁNDEZ C (2008), El museo y la validación del arte, Universidad de Antioquia, Facultad de Artes e Instituto de Filosofía, Medellín, La Carreta Editores E. U.
Referencia de las fotografías
Fotografía 1: Der Salon Carre im Louvre - Giuseppe Castiglione
Fotografía 2: Bodega del Museo de arte de la Universidad Nacional (Colección Pizano)
Fotografía 3: Museo de Louvre en la actualidad.
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